viernes, 18 de marzo de 2011

Jueguen por abajo

Cuando el fútbol me abandonó y me obligó a colgar los botines tenía apenas quince años. Mi caso, lo tengo muy en claro, es por demás curioso. De chiquito fui un delantero que reunió las cuatro cualidades básicas para triunfar en el puesto: poder de gol, habilidad, velocidad e inteligencia. Tenía una facilidad casi asombrosa para sacarme rivales de encima y no había partido en que no metiera el menos un gol.

Pero, como esas estrellas que ingresan de a poquito en su etapa de decadencia, a medida que fue pasando el tiempo comencé a perder lentamente esos atributos que me habían convertido en un crack en potencia. Tal vez fui víctima de alguna conjura genética, o en todo caso cometí un pecado propio de los talentosos: el de estancarme. Pero no, no. Más que estancarme, experimenté una inesperada involución hasta transformarme en un jugador vulgar, casi torpe, de esos que en el mejor de los casos, se limitan a intentar dársela a un compañero porque son incapaces de gambetear a un rival.

Pero como el fútbol es mi vida, y vos sabes bien de lo que te estoy hablando, al terminar la secundaria quise seguir ligado a él. Entonces empecé el curso de director técnico. En mi primera clase tuve una discusión con uno de los profesores. El hablaba de las bondades del juego aéreo para resolver partidos cerrados y yo sacado como cada vez que se tocaba ese tema, directamente lo traté de ignorante. "El único fútbol que vale y que yo conozco es el de la pelota jugada contra el piso", le dije, casi increpándolo, y apelando a una frase que para mí era religión.

Militante del toque, no tengo otra manera de concebir el fútbol que buscando siempre por abajo. En eso, te aclaro, no hay chance de negociar. En los entrenamientos mis jugadores tienen prohibido hacer los saques laterales con las manos porque no tolero que la pelota vaya ni un segundo por el aire. Ni hablar de los córners y tiros libres: todos tienen la orden de jugarla cortita. Nada de andar bartoleándola por ahí. No entiendo bien porqué, pero hace dos años el diario de mi pueblo se la pasó pegándome por el método de entrenamiento que implementé, único en todo el mundo. Van Gaal y Bielsa serán tipos a los que les gusta laburar tácticamente; ellos dividirán la cancha con sogas y harán movimientos tácticos independientes con cada una de las líneas del equipo, pero todavía ningún otro técnico utilizó mi fórmula.

Mi equipo se entrena en una isla que tiene una cancha de fútbol bordeada por un río repleto de cocodrilos hambrientos. Tenemos solamente dos pelotas para entrenar, de modo que los muchachos están obligados a tratarlas con cariño. Toques, triangulaciones, paredes. La idea es que jueguen siempre. Lo que sí debo reconocer es que de vez en cuando le robo una frase al Flaco Menotti para estimularlos a respetar la pelota. Cuando los jugadores quedan cara a cara con el arquero rival, el Flaco les pide que le den un pase a la red. Y a mí esa frase me parece tan fantástica, resume tan a la perfección mi modo de ver el juego, que no hay práctica en que no la pronuncie al menos una vez.

Después de todo, si le pegan fuerte o tiran un pelotazo, la pelota va a parar al agua y ahí sí que olvidate de volverla a ver: los cocodrilos tienen más hambre que el Chavo del Ocho.

Pero quedate bien tranquilo que tenemos todo fríamente calculado. Cuando la pelota sale de la cancha, no siempre termina en el agua. Si se va por abajo, a ras del piso, como un modo de premiar a los muchachos la contienen unos carteles que bordean todo el perímetro con la leyenda Pelucas Mariel, nuestro principal esponsor. La fórmula da resultado, te lo puedo asegurar. En dos años se fueron al agua nada más que ocho pelotas, aunque a decir verdad, por el presupuesto que manejamos a los jugadores se les fue un poco la mano, o mejor dicho la pierna.

En el campeonato nos va más o menos, para qué te voy a mentir. Andamos por la mitad de la tabla. Jugamos diez partidos, ganamos tres, empatamos cuatro y perdimos tres. Asumimos la iniciativa y casi siempre monopolizamos la tenencia de la pelota, pero nos falta profundidad. Tocamos y tocamos, y muchas veces los rivales se vuelven locos porque se creen que los estamos gastando. El problema es que nos cuesta meter asistencias, el último pase como le llaman los técnicos modernos. Así y todo, conozco a un montón de hinchas de otros equipos que vienen a ver nuestros partidos porque dicen que somos los que mejor jugamos.

Para mí eso es un orgullo, ¿viste? Quieras o no, soy el padre de la criatura. El equipo es una copia fiel de lo que yo pretendo, un reflejo de lo que aprendí y mamé desde chico. El otro día, un periodista me quiso tirar la lengua, o chicanearme, no sé bien, y me preguntó qué prefería, si ganar el campeonato o seguir siendo el equipo que más respeta a la pelota.

En ese momento pasaba caminando el Rubio Lazarte, un ocho de elegancia dudosa, como la de esas señoras copetudas expertas en buenos modales y protocolo que van a los programas de las tres de la tarde. Al escuchar la pregunta, Lazarte se volvió, indignado, y le dijo al periodista; "Que este sinvergüenza te cuente la verdad. Que se saque la careta y confiese que nos tiene a todos amenazados, que el castigo que nos impone si tiramos un pelotazo es el de mandarnos al agua con los cocodrilos. ¿Por qué no averiguás qué es de la vida de Castillo, Mustafá y Díaz? ¿Vos te creíste eso de que los vendieron a Chile? A esos pibes los mandó al agua y se los comieron los cocodrilos".

Después de que Lazarte dijo lo que dijo, el periodista me miró azorado y sólo atinó a preguntarme si todo eso era verdad. Y yo le dije que sí, pero que igual estaba orgulloso por cómo jugaba mi equipo.

Ahora te estoy escribiendo desde la cárcel. Mi abogado me jura que en dos meses salgo. ¿Vos qué me aconsejás? ¿Le creo o no le creo?


Gustavo Yarroch


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